jueves, 15 de octubre de 2015


La revolución psicodélica

Entre 1964 y 1966, antes que la avidez de la prensa descubriera el LSD (prohibido formalmente por primera vez en 1966 por una ley californiana), el Summer of Love fuera manufacturado y vendido, y Haight Ashbury se convirtiera en un infierno viviente para unos y en un gran circo de atracciones para otros, ciudades como San Francisco, Berkeley y Los Ángeles estallaron en un inmenso alucine colectivo. Fue un fugaz momento de esperanzas e ideales, un amago de revolución que bailaba al ritmo de Grateful Dead, The Doors, Janis Joplin, Jefferson Airplane, Santana y otras formaciones musicales de corte psicodélico. Una experiencia multitudinaria, hinchada de misticismo, orientalismo y no-violencia y que daría finalmente la ecuación básica del Flower Power: iluminación interior = liberación de los instintos agresivos = amor recíproco = amor universal paz en el mundo.

Era la primera vez que los jóvenes, como colectivo, tomaban la iniciativa por sí mismos. Puede que esa culturaunderground o contracultura naciera predestinada al fracaso, pero su influencia se iba a dejar sentir con fuerza muchos años más tarde. La ecología, el movimiento de liberación sexual, el pacifismo, el antimilitarismo, la contestación política, la cultura de la droga, el arte pop, la música rock, las soluciones alternativas y tantos otros aspectos tuvieron su génesis en ese momento mágico y efímero, prácticamente irrepetible, que en Europa se proyectó a través del Mayo francés del 68.
1967, un año clave

Antes de que el LSD fuera prohibido, en España era utilizado únicamente con fines clínicos. Muy pocos sabían sobre el fármaco como vehículo de exploración de espacios interiores ni se interesaban en la autoexperimentación como forma de conocimiento. Una de las pocas excepciones la personificaba Antonio Escohotado, un joven profesor que impartía filosofía y derecho en la Universidad Central Complutense de Madrid. En abril de 1967 la prestigiosa Revista de Occidente publicó un trabajo de Escohotado titulado “Los alucinógenos y el mundo habitual”, en el que se ocupaba ampliamente de las modificaciones perceptivas, filosóficas y culturales que implicaba el consumo de drogas visionarias.

Obviamente, los poderes públicos no iban a consentir por mucho tiempo que sustancias capaces de aniquilar la “organización del campo perceptivo” de los españoles y su “impulso al trabajo cotidiano y arduo” pudieran circular con absoluta libertad en la España de Franco. Toda invitación química al pensamiento, la reflexión y la crítica quedaba fuera de lugar. De este modo, con fecha 31 de julio de 1967, el general Camilo Alonso Vega, en calidad de Ministro de la Gobernación, dio una orden sometiendo al régimen de control de estupefacientes “los productos alucinógenos en general y con carácter especial los denominados LSD-25, mescalina y psilocibina”.

El hecho de prohibir las drogas psicodélicas, que no producen adicción, ya que actúan específicamente sobre la conciencia, equiparándolas con las drogas estupefacientes, como los opiáceos (morfina, heroína) y los estimulantes (cocaína, anfetaminas), resumía de forma elocuente la mentalidad que subyacía —y subyace— en la práctica prohibicionista. Ante este nuevo giro nadie podía seguir cuestionando que la intervención del Estado en la dieta farmacológica de los ciudadanos no obedecía a un aparente interés altruista y humanitario de velar por la salud pública, sino a la imposición de criterios morales “que permitieran maximizar el control y el poder sobre sus propios ciudadanos”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario